sábado, 15 de octubre de 2016

Gamificación: jugando en serio

Aunque no seamos conscientes de ello, en el ámbito escolar estamos desarrollando constantemente un proceso de gamificación.  Al fin y al cabo, se trata de realizar una serie de actividades, ir superando fases para conseguir la puntuación más alta posible.  Esa que en las máquinas de marcianitos de mi infancia permanecía en el número uno del ranking durante semanas, incitando a los demás a jugar para batirla.
Porque, tampoco nos engañemos, ese era el principal reto: ganar al campeón.  Y en la escuela, como en cualquier ámbito de la vida, esa va a ser tal vez la mayor motivación, ser el mejor de todos, o al menos, mejor que los demás que tienes al lado.  Cuántas veces el objetivo ha sido sacar más nota que el compañero de pupitre, o que el empollón de la clase.
En mi tierra, dicen que somos un poco cabezones aunque yo prefiero decir perseverantes, lo plasmamos muy gráficamente en forma de chiste, cuando afirmamos que la mejor manera de convencer a alguien de que haga algo es decirle: ¿a que no puedes?
Por eso digo que la docencia acaba siendo un gran proceso de gamificación.  Pero el actual concepto de gamificación no se refiere a esto, sino que se aborda desde otro enfoque.  Se trata de intentar dar un toque de juego no al resultado en sí sino al proceso, es decir, implantar en la forma de transmitir los contenidos a los alumnos un componente lúdico, y por tanto de competición en muchos casos, que sirva de motivación al tiempo que facilite el aprendizaje.
De nuevo podría afirmarse que eso ya se hace desde siempre: los casos prácticos, el role-playing, incluso un examen tipo test pueden compararse a juegos que actualmente se plantean dentro de un proceso de gamificación.  
Mas la gamificación va más allá.  Pretende incluir dentro del día a día nuevas técnicas, nuevas tecnologías, nuevas habilidades que si no fuese por (y para) la gamificación no se utilizarían.
Así, por poner un ejemplo sencillo, convertimos un examen de tipo test en un concurso de preguntas y respuestas, por supuesto con un premio que no tiene por qué ser solamente la nota.  Y transformamos un ejercicio de relacionar conceptos en un juego de fichas tipo "memory" con cartas boca abajo que debemos destapar dos a dos y hacer que coincidan dichos conceptos.  O rediseñamos un cuadro a completar en un panel puzzle cuyas fichas debemos encontrar y colocar en la celda adecuada en un plazo de tiempo concreto.
El fin es exprimir las ventajas del juego, en muchas ocasiones de tipo colaborativo con lo que se pueden trabajar más competencias de forma simultánea, para alcanzar más fácilmente los objetivos docentes de la asignatura.

¿Es bueno utilizar este método?  ¿Es pedagógico?  ¿Merece la pena transformar la clase normal en un gran salón de juegos?  Desde mi experiencia, todavía muy escasa en el aula, sí.
Yo apenas sí he trabajado con herramientas que permiten transformar las preguntas en un concurso, como Socrative o Kahoot, y la respuesta del alumnado es inmensamente positiva.  Demandan más, se esfuerzan por encontrar la respuesta correcta, se disgustan y se lamentan cuando se equivocan (¿qué ha sido de esas caras de indiferencia cuando suspendían?)...  Y cuando hay que evaluar, si se hace un examen más tradicional, las calificaciones que he obtenido han sido significativamente mejores.
Por eso afirmo que sí, que merece la pena.  Y lo que aún más debe merecer la pena es el esfuerzo a realizar por parte del profesorado para diseñar nuevos juegos, para adaptar lo que exista a sus propias necesidades, para encontrar aquello que incentive a sus alumnos, cada uno conoce sus posibilidades y limitaciones mejor que nadie.  Pero aunque en mi casa jugamos así, y las normas las ponga cada uno, es bueno compartir ideas con otros colegas, porque lo que a uno le puede parecer una idea brillante seguro que puede ser mejorada por las aportaciones hechas desde el punto de vista de otros.
Y no vale la excusa de que las asignaturas que imparto no permiten gamificar, o que mis alumnos son como son.  Si se quiere, se puede.  Son excusas para no salir de la zona de confort, para quedarme como estoy, para evitar esforzarse e innovar.  Son nuevos tiempos, hay nuevas herramientas didácticas, los alumnos son distintos a como eran hace apenas una década (y los profesores también), y por ello no podemos seguir dando clases igual.  
Hay que adaptarse, y arriesgar, sí o sí.  Y si algo no funciona, se le da otra vuelta, o se descarta y se busca otra alternativa.  Seguro que hay algo que se pueda introducir en la clase para mejorarla.  Nuestros alumnos lo agradecerán, y nosotros también, no hay nada como salir de la rutina.

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